Víctor del Río
 
Breve CV
Libros
Ensayos
Artículos en Internet
Textos sobre Artistas
Docencia
 
Contacto
BLOG
 
 
 
 
 
 
Textos sobre artistas Textos sobre artistas  > Presencias contiguas
 
 
 
"Presencias contiguas", en El deseo del otro. Ángel Marcos, Valladolid, Taller de la imagen, 2000. ISBN: 84-931772-1-0, p.: 35-46.



Presencias contiguas
Víctor del Río

 

Quizá el carácter escénico que ha caracterizado la obra de Ángel Marcos estuviera anunciado en el estudio que llevó a cabo sobre el teatro Calderón. La cuestión va más allá de su literalidad, de que se trate o no de un teatro. Hay en ese ejercicio fotográfico un espíritu marcadamente barroco. El referente no puede ser más propicio, es cierto, pero ese espíritu estaría presente en el modo en que se presenta el sitio ante el espectador. El espacio físico en la fotografía es sólo un recorrido de la mirada. El ángulo aparece como lugar desde el que se anuncia una cara oculta. Hay una trastienda inquietante en la fotografía de interiores, una parte invisible del poliedro que recoge la cámara. En un dibujo arquitectónico las fugas apuntan a lo oculto, pero nos muestran su estructura final, teleológicamente definida. El misterio aparece de inmediato cuando no se da esa información a la mirada. El residuo invisible del espacio sería entonces el verdadero protagonista de las fotos de lugares. La bidimensionalidad impide que nos asomemos, el ángulo tomado es definitivo, irreversible como los sucesos. En las fotos del teatro Calderón Ángel Marcos alumbra vistas parciales de un antiguo teatro. Hay una mecánica secreta en la empresa de la “representación”, en sí misma irrepresentable. En esa exploración sólo quedan espacios de tenue luminosidad y una topología irreconocible. En una de estas fotografías Ángel Marcos escoge un palco en el que hay dispuestas unas butacas desiguales, orientadas al patio o al escenario. Esa pre-disposición a la escena es también escenificada como una naturaleza muerta, como un aparato encallado en el abandono. El teatro se convierte así en una máquina de alegorías, como la metáfora cartesiana de un ojo que no puede verse a sí mismo. Curiosamente, esta obra de Ángel Marcos parece una antesala consciente o inconscientemente reveladora de su obra posterior.

Nos hemos acostumbrado a obviar la calidad técnica de los trabajos artísticos por una especie de primado de la poética o de la idea. En las fotografías de Ángel Marcos la textura de la perfección, el hecho de que la imagen esté asentada sobre bases compositivas y técnicas impecables, es condición necesaria para un suplemento que su obra impone a lo real. El artificio es perfecto, y en esa perfección reside su distancia sobre la realidad. El retrato de la miseria desde esa confección impoluta de la imagen resulta ciertamente significativa. Hay una salvación del submundo en el revestimiento áureo de la mirada. El contrapunto entre la condición del modelo y la mirada que lo salva constituye un uso barroco del concepto de lo bello. El género de la naturaleza muerta o de la vanitas es consustancial al claroscuro, a la fuga de lo visible en un lado que se nos niega, pero que al mismo tiempo es condición de posibilidad de lo visible. De esa manera se construyen los objetos en el lienzo, en la pura aparición. Si la perspectiva renacentista, la perspectiva cónica, mostraba el fin de lo visible desde un programa dibujístico y mensurable, la perspectiva barroca se basa en el eclipse de la luz.

El avance de la podredumbre sobre los objetos tiene una lentitud vegetal pero inexorable. Sin embargo, ese juego con la naturaleza, es decir con la finitud, es, en el ejercicio de la representación, un juego con la naturalidad. La paradoja reside en que el pintor trata de ser morfológicamente fiel al modelo cuando éste, en sí mismo, es un artificio creado para la representación. Se trata de una precisión casi obscena, empeñada en el retrato de lo fugaz, de lo no durable. Así que, mediante una escenificación intencionada, se presenta lo natural en el trance de su muerte o de su acabamiento. La belleza compositiva, el equilibrio de los pesos y las formas, el ademán o la pose, no son sino un cúmulo de signos estéticos que tienen como objeto poner de manifiesto el escenario al que ha sido llamado lo real. En el barroco, “el gran teatro del mundo” era la expansión definitiva de una metáfora; la obra de arte, una reproducción a escala de ese drama. Así pues, lo bello no es sino una forma de conciencia. Es el disfraz de la muerte. En este sentido, la fotografía realiza una vieja aspiración barroca. La pulsión de muerte propia de lo fotográfico que describiera Barthes 1es precisamente la conciencia de que el referente de lo que vemos ha desaparecido.

Las fotografías de Ángel Marcos presentan esta estrategia barroca. Sus imágenes plantean el juego entre unos referentes extremadamente reales que componen una atmósfera de irrealidad. En su obra se ha dejado al descubierto de manera intencionada el rastro de una voluntad escénica. Y ello se consigue por medio de una fuerte impronta estética, al recordar, mediante sus leyes formales, el estatuto artístico, esto es, “creado”, de la imagen. A su vez, esa teatralidad tiene consecuencias estilísticas: aleja su obra de otros usos del material visible de lo cotidiano. No hay precariedad descriptiva, síntoma de una captura documental. Ya no se recurre a una estética de polaroid. El dominio de las técnicas fotográficas y de su tratamiento proporcionan un contexto alegórico a la imagen. Allí se disponen los efectos personales de unos seres extraviados en la narración, en un clímax dramático que les retiene ante los ojos en un instante detenido. La ironía de Ángel Marcos dispone escenas domésticas dotadas de la textura de un arquetipo. Intimidad y escenificación acaban siendo opuestos definidos mutuamente en la ambigüedad, en un claroscuro de intenciones. La veracidad de los enseres y los rasgos personales colisiona con un extrañamiento de la escena que es fruto del artificio. En la obra de Ángel Marcos no aparece la textura fílmica de la intimidad. En algunos proyectos fotográficos de las últimas décadas se ha explorado el campo visual de los entornos familiares, el tipo de imagen que de un modo u otro todos guardamos con un valor más sentimental que plástico. Al mismo tiempo, al presentar ese tipo de fotografía en el discurso del arte se le da un nuevo sentido a su calidad estética, es decir, a la apariencia depauperada de la foto o a la ausencia de pretensiones artísticas con que se realiza. El conjunto de signos propios de la imagen doméstica se encauza entonces en una nueva lectura que puede discurrir en los límites de lo siniestro o de lo kitsch. El enfoque documental parece recoger la esencia del “realismo”, aun con todas las precauciones que pueda despertar ese concepto. Pero, paradójicamente, ese realismo deriva hacia la pulsión deformante, hacia el borrado de los rasgos identificables. Sólo en la medida en que la foto o la imagen vídeo presenta su textura imperfecta, su grano y su indefinición, se le concede autenticidad.

Pero lo cotidiano que puede encontrarse en las obras de Ángel Marcos es de otro tipo. Sus propuestas necesitan de la nitidez y la escenografía publicitaria: dosis mínimas de azar, iluminaciones complejas para extraer el matiz decisivo del fondo o del lado oculto de los rostros... Se ha destacado en alguna ocasión el hecho de que Ángel Marcos ha trabajado en el ámbito de la fotografía publicitaria. Probablemente este dato explique mejor la aproximación mental a la escena que el dominio técnico que exhiben sus imágenes. El medio publicitario podría caracterizarse por una necesidad de control absoluto de los signos. Esta pretensión nunca se realiza, pero sí puede determinar el destino interpretativo de la imagen. Los contenidos políticos, las complicidades, surgen de la ubicación de los personajes en un entorno, un empleo consciente de las convenciones sociales vigentes. En el caso de Ángel Marcos, la ubicación de los personajes procede en ocasiones de un montaje fotográfico. Los habitantes se sobreponen al espacio, viven desconectados de él y de los otros personajes. Residen en un mundo paralelo.

En una de las fotografías que Ángel Marcos realiza sobre La Fábrica un pilar de madera algo deteriorado parte en dos el espacio en una perfecta simetría. Se trata de una simetría casi facial porque hay dos ventanas que flanquean esa partición en el medio de la imagen. La simetría es sólo una de las posibilidades. Quizá el extremo cuidado con que se escoge el punto de vista en su obra podría hacer pensar en un formalismo, en una tendencia a depurar la imagen haciendo consciente su naturaleza bidimensional. La colocación de la cámara, que actúa como eje escenográfico, pone de manifiesto un énfasis en la composición. Pero, hay diversos niveles de lectura en sus obras. Las estructuras en paralelo con que se presenta la imagen abren paso a una contigüidad que es más bien de orden simbólico. En una fotografía de 1997, perteneciente a su serie Los bienaventurados, una rata muerta aparece al lado de un cuenco de patatas peladas. La condición de ese aparecer al lado, la existencia en la contigüidad, en paralelo, resulta evidente cuando se habla de lo “marginal”. Es más, la aparición y la presencia de lo mísero tiene siempre algo de generación espontánea: una visión desagradable que se encuentra hecha (escenificada) por la mañana al lado del garaje, siempre en un lugar demasiado próximo. La muerte parece haber decorado su obra cuando la encontramos, el hallazgo de los cadáveres se presenta siempre como escenografía, el desastre despliega un paisaje oscuramente bello. Algunas imágenes que nos brinda el amanecer resultan perturbadoras porque su constitución las hace teatrales, su composición precisa y su contenido real nos las muestra casi intencionadas. En esto podrían ser consideradas apariciones.

En la obra de Ángel Marcos la escenificación recupera esa idea de lo que aparece en el límite de lo real. Pero su tratamiento está en las antípodas de la poética del hallazgo y de la búsqueda de una autenticidad naturalista. No se trata ya de mostrar cómo la realidad imita a la ficción. Más bien estas obras aludirían a un suplemento simbólico proyectado sobre la escena, un aporte ideológico del espectador. Ante el tema de Los bienaventurados Ángel Marcos elegía escenarios de corte rural. Y parece que la creación de algunas de esas escenas estuviera recorrida por una estructura de contigüidad. En sus Paisajes, la presentación de dos imágenes conectadas en cajas reproduce ese modelo. En trabajos posteriores como Obras póstumas o La Chute este rasgo se acentúa. El fenómeno de la contigüidad habla de una sutil activación simbólica que tiene lugar en la mirada. Algunas conjunciones fugaces ante nuestros ojos convierten lo que vemos en “escena”, es decir, en paradigma de algo más. Al aspecto literal de lo visible se asoma un mensaje suplementario. La imagen adquiere entonces la elocuencia de un aviso, de un signo de peligro, se transforma en una indicación ajena a la casualidad y que viene de un trasfondo de segundas intenciones y de claves que interpelan al espectador. La foto se convierte en un mensaje encriptado.

En el azar habla lo otro. Este podría ser el axioma de una estética del hallazgo en la que dejamos que los sucesos se adecuen a nuestros prejuicios. En ellos probamos las verdades íntimas con que convivimos. El azar induce una lectura de sentido. En ese aspecto creemos ver un mensaje que no es sino proyección propia atribuida a lo real. El suceso retratado en la fotografía nos obliga a reconocer figuradamente una certeza inscrita en las disposiciones de la casualidad. La estética de la fotografía opera por inducción: de los fenómenos particulares, visibles, irrepetibles se extrapola una ley general normalmente afín a nuestras creencias. Pero Ángel Marcos se mueve en el filo de esas apariciones y fuerza la imagen a una teatralidad que la supera como registro de lo real. Es cierto que perviven los rastros siempre inquietantes del azar. En una de las imágenes de La Chute el escaparate de una perfumería presenta la efigie de una modelo rubia mirando a la cámara. Por delante pasan las figuras más borrosas de otras dos mujeres. La leve torsión de la cabeza de una de ellas, que apenas nos permite descubrir su rostro, y el pelo rubio de la otra, son rasgos que dialogan oscura pero indudablemente con el hieratismo de la modelo. Sin embargo, la configuración general de las escenas de Ángel Marcos reorienta esas huellas del suceso hacia otro modo de inducción. Toda escena aparece “indicada” por definición, señalizada en su naturaleza representacional, es una acotación sobre el espacio y el tiempo. Pero su índice es otro que el meramente fotográfico. A su esencia de registro o de índex, en palabras de Dubois 2 , se le suma una inducción de carácter metafórico. Índice de lo real e inducción simbólica se solapan en un mismo espacio. La presencia de los personajes o las cosas parece ordenarse en una lectura de sentido. Unos y otros componen una figura alegórica de múltiples lecturas.

¿Qué sucede entre los personajes retratados en las fotografías de Ángel Marcos? Por algún motivo podemos imaginarlo. Reconstruimos como en una novela una intencionalidad propia de la escena. Los elementos del jeroglífico nos son dados, y no por casualidad. Esta figuración narrativa se lleva a cabo a través de cauces presentes en nuestro bagaje cinematográfico y audiovisual. En La Chute, las escenas se vuelven alegorías de lo contemporáneo, signos en los que reconocemos las formas de una soledad codificada en los tópicos de la costumbre. La sintaxis de estos elementos resulta tan obvia como sospechosa de una segunda lectura: el teléfono y la espera, el abrazo y el reloj de pulsera, el café y el bostezo, la cama compartida y el insomnio... Símbolos infalibles en su semántica teatral. Pero el concepto mismo de escena tiene unas determinaciones visuales. Un picado que se resuelve en el cara a cara de dos personajes, la marcha de una mujer a la que apuntan los reflejos de luz filtrados por la puerta y hasta una alfombra cruzada en medio del vestíbulo... La arquitectura y el espacio conllevan una resolución de los acontecimientos, como si el clímax narrativo debiera ser rubricado por el perfecto equilibrio del instante. La estructura de muchas de estas imágenes puede fugar hacia un foco de atención. La escena aparenta una finalidad. La composición se ordena en torno a un extremo que absorbe la atención de los protagonistas. Ángel Marcos se sirve entonces de un efecto focalizador propio de la imagen fotográfica. El foco y la perspectiva, como el punto de vista de la cámara en el cine, plantea un problema narrativo al encerrar al espectador en la completud y en el estatismo de la imagen. Y es precisamente allí donde surge la posibilidad de un ejercicio estético barroquizante. Al igual que los juegos de espejos de algunos cuadros barrocos el punto de vista de la cámara dosifica una información que el espectador completa desde la reconstrucción imaginaria del encuadre. Y no tanto en una reconstrucción del encuadre en que se ha resuelto la imagen como del hecho mismo de encuadrar, de captar ese momento y no otro en una sucesión temporal. De la determinación visual del espacio se da un salto a la recreación narrativa de una temporalidad. Lo que viene después, lo que hubo antes, queda virtualmente previsto en el interior codificado de la imagen, tanto como la ubicación misma del espectador y el punto de vista al que éste ha de acomodarse.

Tal como se ha sugerido desde una aproximación narratológica 3 las escenas de Obras póstumas tendrían una estructura triangular. En algunos antecedentes esa posible triangulación de la que es partícipe el espectador se conseguía a partir de dispositivos objetuales. El marco receptivo, el formato, el soporte, y la sugerencia simbólica se aliaban para desviar el rumbo de una lectura literal de la imagen. En Obras póstumas esa disrupción de la mirada se introduce en la propia escena por medio de una pantalla que contiene a su vez otra imagen. La conexión en la contigüidad se hace obligada. Ya no se trata de un objeto que media en el espacio real, que acoge al espectador y a la imagen vinculándolos a una lectura inducida, sino que aparece una estrategia narrativa. La pantalla que da coherencia a toda la serie parece aludir al carácter proyectivo de la conciencia.

En La Chute, el juego barroco de formas y composiciones crea un artificio que señala (indica) otro sentido en lo real. El mensaje de la soledad está inscrito en las cosas, un mensaje que probablemente ha sido proyectado por la conciencia. La estructura visual de “lo contiguo” es el modelo de una lectura en clave: un ejercicio de traslación del sentido. En una de las fotos, un magnífico retrato nos presenta a una mujer joven con dos figuras de plástico entre sus manos (muñecos de un cómic de manga). El gesto con que sujeta esas figuras podría ser un simple jugueteo compulsivo mientras el personaje mira frontalmente a la cámara. O podría ser intencionado y estar diciendo algo tan directo como su mirada. Al igual que en los cuadros antiguos, los objetos y accesorios que circundan a los protagonistas componen un discurso que actúa como trasfondo de la imagen, como pantalla donde se proyecta su simbolismo.

En Obras póstumas esa pantalla era real y se interponía entre la evidencia de lo que está a la vista y el contenido de la conciencia. Aquella proyección podía serlo tanto de los personajes que interactuaban en la escena como del autor-espectador. En sus últimas obras esa relación vuelve a tener un formato objetual. Todas estas variantes recogen un espacio intermedio donde acontecen hechos que, apenas sugeridos, gravitan sobre acto de mirar. El tratamiento de un espacio material, fotográfico, procedente del registro llano de las cosas, da paso a otro espacio mental. Si el café genera su propia ceremonia en torno a la mesa, confeccionar el objeto mismo, la mesa, con la imagen de dos tazas inscritas en su superficie, no es sino dar un formato conceptual al mensaje. Paradójicamente, el objeto posibilita el momento conceptual de la obra. La contigüidad se desarrolla en diversos estadios, desde la colocación física de las series, hasta los personajes y objetos recogidos en la imagen. El contacto de dos figuras activa un discurso sublimado, pone en relación con su mero enfrentamiento los campos asociativos más remotos. El espacio que media entre dos rostros en diálogo, el hueco entre los elementos, es el lugar donde acontece esa conexión. La existencia en paralelo podría ser un símbolo de la incomunicación. Este tema ha sido enunciado como el motivo de La Chute. Pero curiosamente el sistema tradicional de confrontar dos figuras se trasforma en sus últimas obras en piezas objetuales como la mesa. El salto al espacio objetual se realiza desde una coherencia radical con el intersticio del diálogo y el silencio, ese que media en la contigüidad de las cosas, en la existencia en paralelo que nos hace espectadores intactos ante los objetos y ante los otros. La sutil disposición de los escenarios de Ángel Marcos instala progresivamente una inquietud en la mirada. Destapa un depósito de mala conciencia que nace del hecho mismo de mirar y que no tiene una ubicación inmediata en lo que vemos. Después de la intervención de lo artístico quizá el espectador no llegue tan intacto como cree al terminar de este recorrido.  Algunas verdades oscuras se instalan de manera subrepticia en el equilibrio de las formas y en la paz de una escena trivial.


 
   
   
   
 
 
  Licencia de Creative Commons Víctor del Río 2010